Comentario
La preocupación por dinamizar los paramentos murales y evitar la pesadez de grandes superficies lisas e inarticuladas, había estado presente en el mundo occidental durante toda la Alta Edad Media, y especialmente a partir de las experiencias desarrolladas en la arquitectura otoniana. La forma en que se organiza el muro gótico que limita lateralmente el espacio de la gran nave central, no es sino una consecuencia de las sucesivas transformaciones que en este sentido se produjeron a lo largo de los siglos del románico. En el coro de la iglesia de Saint-Denis, en Sens y en las catedrales francesas del gótico clásico los arquitectos distribuyeron la altura del muro en tres niveles claramente diferenciados (alzado tripartito), que se desarrollaban en sentido horizontal: en el inferior, la arcada de separación de naves, en el superior los vanos para la iluminación, y entre ambos un estrecho pasillo -el triforio- que se abre a la nave mayor por medio de una arquería y cuyo muro de fondo, en principio ciego, más tarde se va a perforar en esa progresiva tendencia hacia la diafanidad. Esta evolución culminará en la unificación de triforio y claristorio, primero visual -por medio del dibujo de las tracerías-, pero finalmente real, cuando ambos constituyan un solo cuerpo de amplísimos vanos, suprimiendo el pasillo del triforio y disponiéndolos en un mismo plano (Gótico Radiante). En las catedrales castellanas del siglo XIII no se alcanzó nunca tal atrevimiento estructural. En general nuestros arquitectos se mostraron mucho más cautos, renunciando incluso muchas veces a interponer esa galería o loggia entre el nivel de las arcadas y el de los vanos (catedrales de Sigüenza, Burgo de Osma y cabecera y transepto de la de Cuenca), o dejando macizo el muro de fondo, como en Burgos y Toledo (sólo en León se perforó sin llegar, sin embargo, a unirlo con el cuerpo de luces).
Por lo demás, el temor general a ampliar excesivamente la superficie diáfana a costa de la solidez que garantizaban los muros parece evidenciarse de forma clara en el piso de ventanas, que en las catedrales castellanas, durante el siglo XIII, no superó un desarrollo más que mediano -sobre todo en las empresas más modestas- y cuyas tracerías rara vez alcanzaron la ligereza y movimiento de algunas francesas.